Hacer más y hablar menos: hacia una antropología aplicada y extra-académica

¿En qué pensamos cuando pensamos en trabajo? ¿Nos imaginamos logrando un impacto real sobre el campo en que nos desempeñamos? Aquí veremos algunas tensiones y oportunidades de la práctica etnográfica en el mercado laboral.

Cuando elegí formarme como antropóloga no me imaginé trabajando y viviendo de la antropología. De hecho, la pregunta “¿de qué voy a trabajar?” fue formulada por mi psicoanalista y no por mí. Siempre trabajé. Aún desde antes de descubrir la antropología como disciplina de estudio, cuando estudiaba arquitectura y creía justamente eso: que las múltiples técnicas eran las que posibilitaban la potencia creativa. Así, trabajando mientras cursaba, aprendí que el trabajo (lo hoy que llamo “praxis” gracias a la influencia de la antropología) es el camino hacia la concreción de los proyectos. Y fue así como pasé por callcenters, trabajé también como bibliotecaria, como asistente de recaudación de fondos internacionales en una fundación, de community manager freelance y en agencias… Y ahí es cuando cambió la historia para mí. Ahí vi la oportunidad.

 

Pero en antropología no acostumbramos a pensar ni hablar de proyectos, ¿cierto? El término “proyecto” pertenece a otros ámbitos: los de la aplicabilidad, los de la acción, los del pragmatismo, la agilidad y de vuelta, la praxis. El Mercado, las empresas, organizaciones e instituciones capitalistas dirigen proyectos. Ponen plazos, gestionan recursos materiales y humanos, los ponen a funcionar de acuerdo a un plan orientado a la concreción de estos proyectos.

Entonces, ¿cómo pensar en proyectos en antropología desde una cosmología más cercana? ¿Será que es posible, como antropólogos, comenzar a ocupar espacios estratégicos y de planificación dentro de estas estructuras hegemónicas? ¿Será que los antropólogos tenemos las herramientas y la creatividad (y la sensibilidad) para humanizar estos ámbitos en un diálogo entre las categorías nativas empresariales y la epistemología antropológica?

 

Fue así como llegó la incomodidad. Miré a mi alrededor, a mis compañeros de trabajo, a los de la facultad y no me terminaba de hallar en esa constante de trabajos que nada tenían que ver con mis intereses. Me harté de oír de mis compañeros de curso que pueden juntarse a hacer trabajos prácticos a las tres de la tarde o cursar a las cinco (pues muchos de ellos no trabajan) y algo no me cerraba, no andaba bien, o por lo menos no me gustaba el funcionamiento de esa máquina académica.

 

Mi padre una vez dijo que la facultad da una falsa sensación de ocupación pues estudias, estudias, te mantienes ocupado y luego cuando te gradúas tienes un currículum vacío, y mientras veía cómo esa profecía se iba cumpliendo con cada compañero que se graduaba: diplomados con currículums vacíos. El orgullo de una institución que se fortalece en el oscurantismo de la prohibición de la socialización del conocimiento. Sí, y lo digo con enfado y con todas las letras, porque no proveer las herramientas para la inserción laboral en ámbitos extra-académicos y formar profesionales que apliquen su corpus de saberes devolviéndolos a la comunidad donde fueron creados, no es otra cosa que alimentar la ambición de un sistema elitista de formación retrógrado que alardea de un prestigio vacío.

La facultad da una falsa sensación de ocupación, pues estudias, estudias, te mantienes ocupado y luego cuando te gradúas tienes un currículum vacío.

¿De qué prestigio estamos hablando si los halagos los dice la misma Academia? La epítome del narcisismo del conocimiento. Eso es la Academia.

 

Pero entonces, ¿cómo es que se puede llegar a una praxis del conocimiento como herramienta transformadora de la realidad para socializar los saberes y, al mismo tiempo, influir en las estructuras e instituciones hegemónicas para humanizar sus prácticas?

 

Trabajando.

 

El trabajo, para mí, no es otra cosa que una forma de aprendizaje, de aplicación y perfeccionamiento de la teoría que adquirí trabajando y también estudiando. Se trataba de poner en práctica los contenidos teóricos que incorporaba a actividades cotidianas, vinculadas con una realidad empírica diferente al tema que leía. Tomé una conciencia de las herramientas con las que contaba y exploré cómo podría combinarlas para lograr tal o cual efecto y aprendí que la creatividad es esa fuerza que permite la conjunción de las técnicas y las herramientas conceptuales para resolver un problema. Hablo de fuerza porque así es como creo que funciona, la creatividad es como un músculo que si no se ejercita, se atrofia, y si duele o incomoda significa que se ejercitó adecuadamente.

 

Lo loco es estar hablando de creatividad y trabajo como cosas extrañas a la disciplina antropológica, siendo ella misma performativa. Si algo nos enseña la práctica etnográfica es que es algo que se hace, se performa.  Y en ese hacer hay que sacar a relucir múltiples técnicas y creatividad retórica, de construcción de vínculos de confianza (que no es empatía, cuidado con eso gentes de marketing), en lo atinente a la logística de campo,  por nombrar algunas de las tareas propias del quehacer etnográfico.

¡Cuidado marketeros! Empatía no es lo mismo que confianza

 

En fin, con todos estos asuntos dando vueltas en mi cabeza un día decidí que sí quería trabajar como antropóloga (y pagar un alquiler, ir al supermercado, comprarme ropa y quizás, solo quizás, poder irme de vacaciones) pero no de la manera tradicional o conocida. Pensé en qué campos podría aplicar la antropología que sean nichos vírgenes de demanda y a su vez una fuente de trabajo confiable y surgió: el campo digital. Más específicamente, el área de social media, la planificación estratégica, el branding (o identidad de marca) y más tarde, la vedette del momento, la experiencia de usuario (conocida como UX). Pero en esto ahondaré en el próximo artículo porque de lo que aquí se trata es de despertar dudas y canalizar esas incomodidades pensando en las problemáticas que las cobijan. Ya llegará el momento de las respuestas.

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